Si tú vinieras, Platero. con los demás
niños, a la miga, aprenderías el a, b,
c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las Figuras de cera
—el amigo de la Sirenita
del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a
ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento—; más que el médico y el
cura de Palos, Platero.
Pero, aunque no tienes más que cuatro
años, ¡ eres tan grandote y tan poco
fino ! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué
cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di,
el Credo?
No. Doña Domitila —de hábito de Padre
Jesús Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el
besuguero— te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio
de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería
la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el
rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del
aperador cuando va a llover...
No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo
te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño
torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de
los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río,
con dos orejas dobles que las tuyas.
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